Treinta años después, la Argentina sigue oliendo a pólvora: la herida abierta de Río Tercero

Treinta años pasaron desde aquella mañana de noviembre en que Río Tercero voló por los aires. Treinta años desde que el Estado —ese padre ausente que siempre promete volver con el pan— dejó caer sobre su propia gente una lluvia de fuego.
No fue un accidente. Fue una decisión. Y eso lo hace todavía más obsceno.

A las 8:55 de la mañana del 3 de noviembre de 1995, la Fábrica Militar de Río Tercero explotó. Siete muertos, más de trescientos heridos, una ciudad partida al medio. Vidrios rotos, casas destruidas, niños escondidos bajo las camas, el cielo pintado de humo y miedo. Y en el fondo, un olor que todavía no se fue: el de la impunidad.

Porque el tiempo pasa, pero el polvo de la fábrica sigue flotando en el aire. Lo sabemos todos: la explosión no fue un accidente industrial, sino una operación política. El objetivo era borrar rastros del contrabando de armas a Croacia y Ecuador durante el gobierno de Menem. Sí, ese país que se llenaba la boca con la “revolución productiva” mientras exportaba balas a escondidas.

Los argentinos tenemos una memoria selectiva: recordamos lo que nos conviene y olvidamos lo que nos duele. Pero Río Tercero duele todavía. Duele porque la ciudad fue usada como chivo expiatorio, porque el Estado mintió, y porque la justicia —esa señora que camina con los ojos vendados— tardó casi veinte años en decir lo obvio: fue intencional.

Treinta años después, los sobrevivientes siguen contando historias que parecen sacadas de una película bélica. Siguen viendo proyectiles enterrados en los patios, siguen pidiendo una reparación que no llega. Mientras tanto, muchos de los responsables murieron en libertad, con homenajes y jubilaciones doradas.

En el fondo, Río Tercero es un espejo del país: cuando algo explota, los culpables siempre están en otro lado. Nos acostumbramos a las tragedias como quien escucha llover: con resignación y mate en mano. Pasó con Once, con Cromañón, con el ARA San Juan, con los trenes, con los hospitales. Siempre hay una versión oficial, un expediente que duerme, y una víctima que se levanta cada día con bronca.

Treinta años después, seguimos discutiendo si fue una decisión “política” o un “error humano”. Pero lo que realmente explota —cada vez que recordamos— es la mentira. Y eso no hay juez ni archivo que lo tape.

Río Tercero no sólo fue una ciudad bombardeada: fue un país que se voló a sí mismo para ocultar la vergüenza. Y lo peor es que todavía no aprendimos. Seguimos confiando en los mismos que nos venden humo, pólvora y promesas.

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