Cada 31 de octubre, el mundo celebra Halloween, una fiesta que combina historia, superstición y diversión. Aunque muchos la asocian directamente con los Estados Unidos, sus raíces son mucho más antiguas y se remontan a los pueblos celtas de Europa, hace más de dos mil años.
En aquella época, los celtas celebraban el Samhain, una festividad que marcaba el fin de la cosecha y el inicio del invierno. Se creía que, durante esa noche, los límites entre el mundo de los vivos y el de los muertos se volvían más difusos. Para protegerse de los espíritus, encendían hogueras y usaban disfraces, una costumbre que con el tiempo derivó en las máscaras y atuendos que hoy caracterizan al Halloween moderno.
Con la expansión del cristianismo, la Iglesia incorporó parte de esas tradiciones paganas en la víspera del Día de Todos los Santos, conocida como All Hallows’ Eve, expresión que con los siglos derivó en la palabra Halloween. Ya en el siglo XIX, los inmigrantes irlandeses y escoceses llevaron la costumbre a Estados Unidos, donde tomó su forma actual: fiestas, calabazas talladas y el popular “truco o trato”.
En Argentina, la celebración comenzó a popularizarse en la década de 1990, impulsada por el cine, la televisión y más recientemente por las redes sociales. Aunque no forma parte del calendario cultural tradicional, cada año crece el número de niños y jóvenes que se disfrazan, decoran sus casas o participan en fiestas temáticas. También muchos comercios aprovechan la ocasión para ofrecer productos alusivos y ambientar sus vidrieras con calabazas, luces naranjas y telarañas artificiales.
Más allá de las diferencias culturales, Halloween se consolidó como una fecha de expresión lúdica y creativa, especialmente entre las nuevas generaciones. En lugar de representar miedo o superstición, la fiesta se vive como una oportunidad para jugar, compartir y divertirse, fusionando influencias globales con el estilo argentino.
Lejos de ser una tradición impuesta, Halloween se transformó en un fenómeno cultural que refleja la manera en que el país incorpora —y resignifica— costumbres del mundo, adaptándolas a su propio ritmo y humor.
