Cada 15 de octubre se conmemora el Día Internacional de la Mujer Rural, una fecha que pone en valor la labor silenciosa pero fundamental de miles de mujeres que trabajan la tierra, sostienen economías familiares y conservan tradiciones en los pueblos del interior.
En San José, Tinogasta, una de esas historias lleva nombre y apellido: Lucrecia Garibay, una emprendedora que cambió la vida urbana de Rosario por el desafío de producir su propio vino. Su historia resume, con sencillez y convicción, el espíritu de las mujeres rurales catamarqueñas.
De la ciudad al campo: una decisión que cambió todo
“Decidimos venir a vivir acá después de recorrer el norte. Cuando conocimos este valle entre montañas, nos enamoramos del paisaje y de su gente”, cuenta Lucrecia. Junto a su pareja, Rodolfo, dejaron Rosario para empezar una nueva vida en el campo.
Compraron una finca antigua de cinco hectáreas —cuatro de ellas con viñedos— y hace cinco años que viven de forma permanente en San José. “Siempre quisimos vivir en el campo y tener viñedos. Era nuestro sueño”, dice.
El comienzo no fue fácil. “Seguíamos trabajando en Rosario, viajábamos seguido, pero la viña necesitaba cuidados constantes. Estaba algo abandonada, hasta que conocimos a productores de la zona que nos dieron una gran mano. También recibimos asesoramiento del INTA y de la Secretaría de Producción del Municipio de Tinogasta. Eso fue clave para poder levantar la finca.”
El vino propio: un sueño cumplido
El proyecto familiar empezó con una idea simple: hacer vino para consumo propio. Pero la pasión creció. “Un amigo, Ramón Cuello, nos ayudó a elaborar el primer vino. A partir de ahí nos entusiasmamos. Habíamos injertado Malbec y fue emocionante ver el fruto de nuestro trabajo transformado en nuestro propio vino.”
Con el tiempo, el emprendimiento se formalizó y logró la certificación del Instituto Nacional de Vitivinicultura. “Nos cambió la vida. Pasamos de hacer vino bajo una enramada a proyectar nuestra pequeña bodega”, cuenta Lucrecia.
Además del vino, diversificaron la producción con pasas de uva, mosto, dulces de higo y de damasco. “Mucho es para consumo familiar, pero lo hacemos con la misma dedicación. Vivir en contacto con la tierra mejora nuestra calidad de vida. Recomiendo a todos, al menos una vez, volver a vivir cerca de la naturaleza.”
El trabajo compartido y el rol de la mujer
En su finca, cada integrante tiene un rol. “Rodolfo se encarga del riego y de las tareas más pesadas del viñedo. Yo me ocupo de la parte administrativa, de las ventas, de las etiquetas, de todo lo que implica organizar. Lo hablamos y decidimos todo entre los dos. Somos compañeros.”
Sobre la realidad local, Lucrecia no duda en señalar lo que observa con mirada crítica: “En San José las mujeres rurales no son visibles, aunque son quienes sostienen todo. Las veo trabajando el campo, criando a sus hijos, haciendo trámites, llevando adelante su casa… todo, y muchas veces solas. Hay una carga enorme sobre sus hombros.”
“Me gustaría que existieran más espacios de encuentro entre mujeres productoras, pero cuesta. Falta confianza y organización, aunque hay muchas con ganas de hacer y crecer.”
Producir, crecer y sumar
El próximo paso para la pareja es aumentar la producción: “Este año hicimos 1.800 litros. Queremos seguir creciendo, incorporar gente, delegar tareas, generar empleo. Es parte de lo que soñamos cuando decidimos venir a vivir acá.”
Y cuando se le pregunta qué significa para ella ser mujer rural, responde sin dudar:
“Es sostener y crear. Estar cerca de la tierra, sembrar y cuidar. Es trabajo silencioso, pero esencial. Las mujeres rurales somos las raíces que mantienen en pie a las familias y a los pueblos.”
El testimonio de Lucrecia Garibay no es solo una historia de amor por la tierra. Es también una postal de lo que ocurre todos los días en los valles y fincas del oeste catamarqueño: mujeres que hacen, producen y resisten, a pesar de la invisibilidad.
Ellas no siempre están en las fotos, pero sin ellas, no habría cosecha.
